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El Espíritu Humano
Hace miles y miles de millones de años, tantos que no pueden contarse, en los confines del Universo habitaba un Dios, un Dios cuyo amor era tan infinito como el cosmos que precedía. Un día, cuando observaba extasiado la puesta de muchos soles en un mismo horizonte, comprendió que tanta belleza tenía que ser compartida, que la magnificencia de la Creación tenía que seguir extendiéndose. Él lo era todo, el día y la noche, la lluvia, el viento, la Tierra y el Cielo, y compartir esa belleza era prolongarse una vez más, era extenderse para dar paso a su mayor creación, a la más sublime y hermosa de las composiciones: el Espíritu Humano. Fue entonces cuando aquel Dios, se dirigió al núcleo de su mismo universo, a ese punto donde la luz era más potente y brillante, y de allí arrancó un puñado de infinitas chispas radiantes y comenzó a soplarlas calidamente hasta insuflarles consistencia espiritual. Eran finas partículas titilantes, su irradiación era indescriptible, pues no existía y no existe término alguno que pueda explicar su delicada belleza. Tomó entonces Dios aquellas partículas, se las colocó bajo su manto y comenzó a alimentarlas con su luz. Èl las amaba, ellas alegraban sus tiempos eternos; nunca antes los amaneceres fueron tan dorados, el rocío de las flores estelares tan cristalino, el colorido de los astros tan reluciente y la gran obra de la Creación tan perfecta.
Ocurrió que un día, aquel Dios se dio cuenta de que sus partículas tenían que comenzar a subir los peldaños en la escala de la evolución, pues se hallaban estáticas y al crearlas Él había concebido que esas diminutas partículas lumínicas llegarían a ser portentosas estrellas, es decir, que, en sí mismas, tenían la facultad de ayudarle a extender la luz en un Universo sin fin. Así que decidió ponerlas a prueba, situándolas en el plano físico, donde tendrían que vencer todos los vicios y limitaciones de las materias, y de esta forma elevar la calidad y el poder de su luminosa chispa radiante, hasta alcanzar la dimensión de fulgurosos cuerpos estelares.
De este modo, aquellos millones y millones de partículas fueron asumiendo materia y naciendo en el plano terrenal. Pero la prueba se tornó difícil, porque la perspectiva espiritual se diluyó en los brillos del mundo, la luz artificial de los tesoros efímeros terrenales entró a interferir la refulgencia de la luz eterna, que nunca y, a pesar de tantos fracasos, las abandonó. Con el paso del tiempo sus armajes se fueron tornando más pesados, tan pesados como las penas que sus espíritus comenzaron a sentir, pues cada falta, cada error, cada desacierto, fue un paso más lejos de aquel Creador; su materia aplicada a la simple y vacía dinámica de una existencia utilizada para comer, dormir, reproducirse y defenderse, se sumía cada vez en el específico comportamiento de una vida animal; ignorando lo importante del verdadero valor y fin de su existencia.
Entonces la Ley de la Reencarnación comenzó a operar. ¿Por qué? Sucede que para regresar al núcleo divino del que surgimos logrados en luz nítida y poderosa, debemos hacerlo en estado de pureza y potencia total. Así, si una cruzada, no basta para lograr tal cometido, es necesario, imperativo, repetir la prueba, existencia tras existencia, hasta cumplir la misión, en lo supremo, Tenemos, pues, que la Ley de la Reencarnación es la opción fija y segura que nos concede Dios para corregir fallas de cruzadas anteriores y retomar el empeño absoluto de no volver a nacer aquí, en este plano material.
Cuenta además la historia que aquel Dios nunca dejó de vigilar cuidadosamente a sus hijos desde el infinito y que en ocasiones se deja ver en las noches estrelladas, como aquel Universo que resplandece con fuerza y, es, entonces, cuando algo en el interior de las partículas se mueve, es esa conexión con el Creador a través de su espíritu, porque este siempre recordará las glorias vividas allá en estado original; mientras el Padre sigue esperando, con su mano extendida, el regreso de las partículas que Él creo en un acto sublime y hermoso, para seguir extendiendo la magnificencia de la Creación a lo infinito de lo infinito.