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La Travesía

La ley de la evolución dice que todo los espíritus tienen que avanzar, tienen que retornar a su origen, regresar al núcleo del que un día partieron como cristalinas gotas de agua lumínica, como miles de chispas radiantes llenas de la gracia que refleja la magia de su creación. El tomar materia hace parte de ese proceso de aprendizaje, pues los espíritus fueron lanzados al plano terrenal para tener experiencias humanas y son esas vivencias las que le permiten avanzar, fortalecerse, corregir y pagar los errores cometidos en existencias pasadas, deshacer las capas que cubren la luz de su espíritu y desatar los nudos forjados en un ayer malogrado frente a las leyes del Padre, pues con un armaje nos encausamos y con un armaje tendremos que cancelar nuestras faltas, omisiones y desaciertos. Tener un armaje, es pues, una necesidad que tarde o temprano experimenta el espíritu. Todos deben ascender y este es su destino.

Todo espíritu conoce con antelación el cuerpo y el programa humano que ha de asumir desde el mismo instante que es concebido, pues nada en la gran obra de la Creación está hecho sin propósito. De ahí que se comete un crimen cuando se le quita la vida al ser antes del nacimiento y por ende, la materia al espíritu, por cuanto se priva a la entidad espiritual de tener las pruebas que le permitirían avanzar. Según el grado de evolución de los espíritus, se puede elegir el cuerpo y las pruebas, pero aquella elección puede ser impuesta, especialmente, cuando el espíritu no es apto aun para elegir con conocimiento de causa. El hogar, los padres, los defectos, las limitaciones físicas y mentales, las enfermedades, las malformaciones genéticas, las dificultades económicas y los desordenes de personalidad, pueden ser objeto de una decisión que toma el espíritu, antes de tomar materia, por que sabe que experiencias necesita vivir y que cosas requiere aprender. Los espíritus saben cuan difícil es el trasegar por este plano, saben todo lo que está en juego en una cruzada, conocen lo pesado y lo denso del medio terrestre y de las debilidades y fortalezas propiamente humanas que implicará la materia que portarán, pero asumen el reto. El espíritu viene como un viajero que se embarca en una travesía desconocida y arriesgada, ignorando si hallará la muerte en medio de las olas desafiantes, entre la turbulencia de los vientos. El viajero que se arriesga sabe a qué peligros se expone, pero ignora si naufragará. Así sucede con el espíritu cuando toma materia, conoce el tipo de pruebas a que se somete, sabe qué experiencias humanas tendrá que vivir, pero desconoce si sucumbirá, desconoce si podrá superarlas, desconoce si evolucionará o se estancará. Pues los espíritus hacen promesas ante el Padre de lo que harán, de las debilidades que se proponen superar, de las virtudes que pretenden alcanzar, pero el hecho espiritual de tomar materia implica perder la perspectiva del futuro y la memoria del pasado. Es así, que el hombre, absorbido por su misma materialidad, ignorando leyes divinas o faltando a ellas, perdiendo el pulso y el enfoque de su propio espíritu, de su dirección divina, de su condición de luz, de su retorno al Padre, no como alma o mentalidad, ni como entidad o personalidad terrestre, sino, únicamente en calidad de espíritu completamente evolucionado, se reduce a la simple existencia de vivir por vivir, cultivar egos y refinar apegos, creerse dueño y señor de todo cuanto crea, de todo cuanto tiene, incluso, del mismo armaje, olvidando que le ha sido prestado por el Padre para esta cruzada.

Al final de la cruzada, llegará el momento de partir, pues la muerte no es más que aquella etapa de transición que todo espíritu encarnado debe vivir, algo inevitable que va acompañado de un momento de gloria cuando se cumple la misión, una gracia de paz que se logra cuando se es conciente de que el deber ha sido cumplido, pero, así mismo, una carga de tristeza y pánico cuando se sabe que la oportunidad de evolucionar se extravió entre la ambición, el poder, el egoísmo y el orgullo que consumieron la vida cuando aun se estaba a tiempo de hacer algo por el espíritu. Al desencarnar nada se lleva el espíritu consigo, nada más que la expectativa o el deseo de ir a un plano mejor, y mientras más evolucionado se halle, mejor comprende la futilidad de lo que deja en la Tierra. Luego seguirá la rendición de cuentas, lo que se prometió, lo que se cumplió y lo que se olvidó. Todo ello sale a relucir en el juicio superior. Tras el balance, un nuevo ciclo comienza, según el merecimiento la espera será de meses, años o siglos, hasta que una nueva oportunidad se produzca y la esperanza de avanzar y evolucionar se cristalice a través de un nuevo armaje. El ciclo se repetirá, una y otra vez, incluso en términos infinitos, hasta que nuestro espíritu comprenda que su evolución está sobre cualquier placer, vicio o necesidad que le pretenda imponer una materia pasajera y hasta que advierta que su origen es demasiado sublime como para no extrañarlo. Sólo entonces se reintegrará radiante a su origen en la luz sublime del Padre, solo entonces su espíritu podrá vibrar intensamente y desbordarse en jubilo y bendecirá el plano terrenal, sus energías y minerales, todas sus potencias físicas y químicas, inteligencias y leyes, civilizaciones y eras, que tras cientos o miles de cruzadas, le permitieron, en materia humana, habitar y conducir un armaje, y lograr la evolución que hoy lo coloca en el sitio que tras una eternidad estuvo reservado para él.