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Punto de Balanza

 

Desde el principio de los tiempos, cuando el hombre aún daba sus primeros pasos en el Paraíso Terrenal, ya existía la preocupación por mejorar sus condiciones de vida. El descubrimiento del fuego, como energía que le permitió cocinar sus alimentos, calentarse y protegerse del frío; las armas que le facilitaron cazar y defenderse de las fieras; la construcción de las viviendas con materiales rústicos que amurallaron y cercaron el calor y la intimidad de sus hogares, en general, esa búsqueda silenciosa y aparentemente inofensiva de vivir cada vez más cómodo y con los menores esfuerzos. Aquella criatura, físicamente débil en comparación con los animales salvajes, concentraba su fuerza en su capacidad de pensar, de razonar y de generar ideas, lo cual, en un principio, sólo pretendía crear mecanismos para garantizar su supervivencia y la de su familia, pero con el tiempo fue volcándose hacia intereses menos generosos como los de dominar y explotar todo cuanto existiese a su alrededor. Luego llegó la revolución en diversas áreas del conocimiento: la medicina, la economía, las ciencias sociales y naturales, la política, la filosofía, la cultura y el arte. Todo ello alentando el desarrollo de los pueblos a pasos agigantados y vertiginosos. Entre tanto, el mundo observaba con sorpresa cómo las manifestaciones de las leyes físicas alcanzaban niveles nunca antes imaginados, esto impulsado por elementos más humanos y menos propios de los cuentos y las leyendas como es la curiosidad, la creatividad, el ingenio, la competencia y la ambición de hacer y tener más.

Pero paralela a esa evolución de lo corporal ¿Qué sucedió en el campo espiritual? El hombre siguió desconociendo las Leyes Supremas y a su Creador, negando la conexión con aquella Entidad Divina, hacedora y rectora de todo cuanto existe. En medio de sus triunfos corporales se desconectó de Dios, desconoció su importancia, se envolvió en el tejido sensual y materialista del plano terrenal, quedando sometido al rigor de intereses hostiles y caprichosos. Asesinar, robar, traicionar, humillar, atentar contra la dignidad de su propio hermano, fueron las notas de su comportamiento en contra de las Leyes de Dios. El panorama no pudo ser más desconsolador, mientras las leyes físicas y sus manifestaciones avanzaban de manera vertical por la senda del materialismo, las espirituales se tergiversaron, se ocultaron, se olvidaron, se relegaron, una y otra vez, a las profundidades de la inconciencia y de la insensatez humana.

La vida en la Tierra, como simple existencia humana, ha conquistado niveles de evolución que desbordan la fantasía y aún las fronteras del prodigio, determinando avances de todo orden en la ciencia y la tecnología del bienestar, mientras que en lo espiritual se evidencian retrasos dramáticamente traducidos en la descomposición moral que implica vivir a plenitud dentro de la cultura del placer, no solamente alterando el orden natural del plano terrenal a través del materialismo, sino en la carencia de amor y justicia dentro de las relaciones humanas a todo nivel.

El interés que hemos dado a estos adelantos en detrimento de la evolución espiritual, trae a la mesa un cuestionamiento severo sobre el estado del espíritu y su posición actual en el Universo: han servido de algo las acciones de los hombres para la evolución del plano? La respuesta, quizás, pueda obtenerse de una lectura atenta de los roles asumidos por los espíritus en sus diferentes cruzadas en este plano terrenal, pues hemos sido grandes reyes, caballeros, hemos gobernado y guiado el destino de grandes metrópolis, pero también hemos sido pobres indigentes conviviendo con la miseria, el frío y el hambre, madres y padres de familia, orientadores de distintas religiones o sectas, hemos luchado en la selva, hemos muerto por el honor, hemos asesinado, robado, ultrajado, humillado y arrasado con grandes y pequeñas poblaciones, hemos conquistado tierras y nos hemos apoderado de sus riquezas, hemos empañado con sangre la sabiduría de los pueblos y cortado las raíces de culturas enteras, de aldeas pasivas y tranquilas, también hemos estado en las mesas y en los laboratorios del conocimiento científico, hemos sido sabios, filósofos y poetas. En todas esas cruzadas, independientemente del rango, de la posición que hayamos ocupado en la sociedad, del mucho o poco conocimiento de la faz que hayamos tenido, algo ha fallado y lo sabemos porque seguimos aquí, en este plano, con este armaje pesado, que es ambicioso y egoísta.

 

Es como el hombre que anhela conquistar la cima del monte más alto, pero a pesar de sus repetidos intentos no ha podido alcanzar esa cúspide; posiblemente aquel hombre esté fallando en algo, posiblemente ha tomado la ruta equivocada, ha cerrado sus ojos a otras opciones y ha olvidado que el monte le ofrece otras alternativas para conquistarlo, posiblemente cada uno de nosotros sea ese alpinista que ha intentado una y otra vez a lo largo de varias existencias regresar al origen, pero la ruta siempre ha sido la misma, una ruta equivocada, la de la ambición, el orgullo, la mentira y el poder, la del dominio de nuestros hermanos, la de la negación de nuestro propio espíritu, el camino que desconoce a Dios, sus códigos, sus leyes. Hemos olvidado que Dios, al igual que aquel monte, ofrece varias opciones para el retorno y nos hemos embebido tanto en los placeres terrenales que se nos ha olvidado escalar otros senderos, pues nuestra perspectiva sesgada de la vida sólo nos permite ver aquel camino que nos conducirá a un nuevo fracaso, que nos llevará seguramente a otra cruzada en este plano de sufrimiento y dolor, mientras nuestras mentes buscan cómo seguir fortaleciendo las manifestaciones de las leyes físicas y los avances de la ciencia y la tecnología nos atrapan con sus encantos y sus colosales conquistas, al mismo tiempo que las leyes espirituales sucumben en los abismos de la inopia y la ignorancia de los hombres.